Mariam Rawi, fotografiada de espaldas ayer en el edificio del Rectorado de la Universidad de La Rioja. :: JUSTO RODRÍGUEZ.
Mariam Rawi no se llama Mariam Rawi. Nació en Kabul (Afganistán) en 1976 y su propia biografía resume la atormentada historia de un país que ha vivido un infierno tras otro. Su padre fue asesinado al comienzo de la ocupación soviética y su madre, viéndose sola, decidió emigrar con sus cinco hijas al campo de refugiados de Quetta, en la vecina Pakistán. Allá, la mujer que se hace llamar Mariam Rawi pudo al menos ir a la escuela, gracias al colegio que Rawa, la Asociación Revolucionaria de las Mujeres de Afganistán, mantiene en aquellas inhóspitas tierras fronterizas. No consiguió entrar en la universidad pakistaní, vedada para los refugiados, pero la mujer que se hace llamar Mariam Rawi no se amilanó: ingresó en Rawa y comenzó a trabajar para la organización. Desde entonces viaja de incógnito por Afganistán y sale de su país cada cierto tiempo para llevar a las naciones de Occidente el verdadero latido de su pueblo. Un latido muy débil, casi mortecino, que suele quedar enterrado por una avalancha informativa que sólo entiende de soldados, víctimas y atentados y que banaliza gruesas palabras como democracia, elecciones o parlamento. La mujer que se hace llamar Mariam Rawi lucha contra los talibanes, contra el gobierno de Karzai, contra los señores de la guerra y contra las tropas extranjeras de ocupación. Demasiados enemigos. Por eso utiliza un nombre falso y no permite que los fotógrafos capten algo más que su silueta o sus manos, pero quita relevancia a su sacrificio personal: «Mi trabajo no es muy difícil -sonríe-. Como mujer y como madre, no me importa entregar mi vida para conseguir un mundo mejor para mis hijos».
La liberación de las mujeres fue uno de los argumentos principales para justificar la ocupación militar de Afganistán, el 7 de octubre de 2001, tras los atentados contra las Torres Gemelas. En 2004, Mariam Rawi firmó un demoledor artículo en el diario británico 'The Guardian': «Durante la era talibán -explicaba entonces-, si una mujer iba a un mercado y mostraba una sola pulgada de carne, era azotada; ahora, sería violada. Las mujeres no pueden tomar un taxi o caminar si no están acompañada por un pariente cercano. Muchas mujeres no tienen acceso a la educación y muy pocas trabajan». Cinco años después, casi nada ha cambiado: «Yo creo que ha ido a peor -confiesa Rawi-, porque los fundamentalistas son ahora incluso más fuertes. No tenemos libertad de expresión y los billones de dólares que llegan como ayuda internacional acaban en manos de un Gobierno corrupto».
Los medios occidentales suelen quedarse con la imagen del burka, esa cárcel móvil, como símbolo de la dominación machista en Afganistán. «Sí, pero el burka no es ni mucho menos el principal obstáculo para las mujeres. Hace 30 años, utilizarlo o utilizar el pañuelo era parte de la tradición; sólo bajo los talibanes se hizo obligatorio. Pero ahora es casi una medida de seguridad. Yo, cuando viajo por mi país, a veces lo empleo para evitar problemas. Y yo odio el burka», advierte Rawi.
«Este asunto -concluye- se solucionaría rápidamente si hubiera cambios en otros sectores. Pero si las mujeres son tratadas como animales, si no tienen derecho a la educación o a la sanidad... ¿Cómo puede preocuparnos tanto el burka?».
Dos mujeres con burka montan en un carro por las calles de Herat. :: JALIL REZAYEE/EFE
«El pueblo, contra la ocupación»
Afganistán lleva 30 años en guerra. Luchó contra los soviéticos, cayó bajo el yugo talibán y ahora se ha convertido en teatro principal de una confusa batalla entre las tropas de la OTAN, los guerrilleros islamistas y los narcoterroristas. «El pueblo no está de acuerdo con la ocupación -avisa Rawi-. Los soldados de Estados Unidos, de Gran Bretaña o de España no luchan por defender la democracia o los derechos de las mujeres, sino para asegurar sus intereses económicos». Y el Ejecutivo de Hamid Karzai o el flamante Parlamento afgano no son más que instrumentos decorativos que tranquilizan la conciencia occidental: «El Gobierno no representa a la gente. Human Rights Watch asegura que el 80 por ciento de los miembros del Parlamento son criminales de guerra que deberían comparecer ante un tribunal internacional. Y, por desgracia, también el ejército y la policía afganos están muy penetrados por los fundamentalistas.
¿Cómo vamos a confiar en ellos?». Mariam Rawi también critica cómo los medios de comunicación disfrutan presentando imágenes de un supuesto cambio social: mujeres que van a clase en Kabul o que trabajan. «Pero luego vas allí y te das cuenta de que son muy pocas y de que se están jugando la vida para ir a clase o para trabajar. Y lo hacen porque no tienen otro remedio. Muchas mujeres son secuestradas o son obligadas a casarse casi niñas y las leyes no pueden protegerlas. El número de suicidios femeninos se ha incrementado dramáticamente en los últimos ocho años», ataja Rawi.
La activista desgrana los tormentos cotidianos de su país con voz dulce, suave, sin aspavientos ni énfasis. Recoge su melena negra en una coleta, toma notas en una libretilla, apenas gesticula y habla con serenidad oriental. No mira el reloj. Ayer impartió una charla en la Universidad de La Rioja y posteriormente visitará otras ciudades españolas, en una gira que le permitirá traer la voz de las mujeres afganas, tan difícil de escuchar. Luego regresará a su país, cogerá su burka y, hasta la próxima ocasión, dejará de ser Mariam Rawi.
Rawa, una asociación «por la paz y la democracia»
EL DIARIO MONTAÑES, 13.04.2010
Cuando Rawa, la Asociación Revolucionaria de Mujeres de Afganistán, se formó en Kabul, nadie sospechaba lo que se les venía encima. Era 1977. Dos años después, los soviéticos invadían el país y Rawa decidió pasar a la acción. Lo mismo hicieron los fundamentalistas islámicos, que recibieron generosas donaciones de dinero y de armamento por parte de Estados Unidos, pero Rawa nunca transigió con su modo ultrarreligioso de ver la política. «Siempre hemos defendido un gobierno laico», asegura Mariam Rawi. La organización se asentó en Quetta y trabajó por los refugiados afganos: erigió escuelas y hospitales e impartió cursos de alfabetización y de enfermería para niños y mujeres refugiadas.
El grupo fundador de Rawa fue un conjunto de mujeres intelectualmente inquietas, bajo el liderazgo de Meena. La popular activista fue asesinada en Quetta, en 1987, por agentes afganos de la KGB. Pero su llama no se extinguió. Otras mujeres, como Mariam Rawi, cogieron su testigo y plantaron cara a los talibanes, que ocuparon el país e instalaron un régimen oprobioso de terror que sólo despertó el escándalo internacional tras el atentado contra las Torres Gemelas. Sin embargo, la invasión dirigida por Estados Unidos «derrocó el régimen talibán, pero no el fundamentalismo religioso, causa de todas nuestras desgracias». Rawa denuncia que los viejos caudillos han vuelto a repartirse Afganistán y pide la retirada de las tropas extranjeras: «No se puede donar la democracia; una nación debe luchar por ella».