EL PAÍS, 10 diciembre 2000 - Nº 1682


Viaje al medievo de los talibán

J. UTRERA, Barcelona


La joven afgana Behjat atesora a sus 22 años una madurez impropia de su edad esculpida en una intensa experiencia de reclusión y clandestinidad. Todos sus miedos y sus peores fantasmas se resumen en la palabra talibán.

Pertenece a la única organización feminista de Afganistán, la Asociación Revolucionaria de las Mujeres del Afganistán (RAWA), que agrupa a 2.000 miembros que trabajan dentro y fuera del país impartiendo clases en secreto a las niñas a las que el régimen de los talibán les niega el derecho a la educación.

Ella, pese a encontrarse estos días en España, a miles de kilómetros de distancia del país asiático, tiene terror a ser identificada: no quiere dar sus apellidos ni que fotografíen su rostro, ni contestar a preguntas como el número de hermanos que tiene.

La obsesión del actual Gobierno de corte medieval por combatir a las mujeres convierte a RAWA en un objetivo que hay que perseguir a toda costa. Prueba de ello es que su fundadora, Meena, fue asesinada en 1987.

Su periplo por Europa la ha traído primero a Barcelona y ahora a Córdoba, para explicar la situación de su país, difundir el trabajo que desarrolla la organización RAWA y recabar fondos para financiar la labor social que realizan en el terreno de la educación y ayudando a las mujeres que no tienen marido o ningún varón en la familia que las mantenga.

Ellas tienen prohibido trabajar, por lo que si son viudas o solteras para sobrevivir no les queda otra salida que pedir limosna o prostituirse. RAWA les facilita clandestinamente las materias primas para que puedan trabajar tejiendo o bordando alfombras en su domicilio.

Behjat y sus compañeras están recorriendo el mundo para explicar a los países occidentales la realidad de Afganistán. Consideran que en España se conoce sólo la anécdota del burka, que cubre el cuerpo entero de las mujeres, y poco más. "Sólo es la punta de un iceberg cotidiano que incluye un alto nivel de suicidios de mujeres que se niegan a seguir enterradas en vida o de padres que matan a sus hijas para ahorrarles el sufrimiento que les espera", cuentan.

Hasta tienen vedado salir a la calle y cantar y reír en sus casas, porque les dicen que alguien las podría oír desde la calle. No pueden usar zapatos de tacón porque aseguran que el ruido resulta muy provocativo a los hombres. En suma, se les niega "el derecho a hacer una vida normal".








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